Fútbol virgen


Cualquier aficionado que solo hubiese asistido a competiciones profesionales en su vida y acudiese a este partido se llevaría un golpe directo a su autoestima. Allí no importaba a nada ni a nadie. Ni controlarían su entrada, ni sus pertenencias, ni su asiento. Podía colocarse en cualquier parte que quisiese, incluso fuera de las gradas, a ras de campo y pegado a la línea de pintura, que no de cal, del césped artificial.

No importaba excepto entre los banquillos. Junto a Jaime, amigo desde la guardería, me situé a la derecha del banquillo local simplemente para saludar y poder ir comentando el partido con el míster, Luis, a quien ambos conocemos también desde prescolar, y Mario, su ayudante, con quien llevamos compartiendo peña en las fiestas patronales desde hace más de diez años. Para los cuatro era lo más normal, pero no para el árbitro, quien se dirigió a Sito –para los amigos- obviando totalmente nuestra presencia para indicarle que no podíamos estar ahí. Mientras andábamos hacia el otro lado del banquillo, donde podíamos ver y hablar con el área técnica igual que antes, Jaime se quejaba abiertamente en tono de humor. “No me lo cabreéis ya, ¿eh?”, nos dijo Luis sonriendo. No terminé de imaginar una escena similar con Fabio Capello como protagonista.

El fútbol era lo de menos, o al menos para los padres que estaban en la grada y que reclamaban al árbitro el final del partido no para confirmar los tres puntos, sino porque estaban deseando seguir con sus charlas informales pero en el chiringuito del polideportivo. El fútbol como evento social en su máxima expresión.

El partido transcurría mientras los solitarios suplentes, solo tres, comentaban las diferencias de sus botas, tema que recordábamos como recurrente cuando estábamos en su lugar. Ya podían ser las más feas y de colores flúor, que el hijo de Cachillo, conocido en todo el pueblo, las defendía porque “son las de Griezmann”.

El debate era el mismo en cuanto a balones, justo después del descanso cuando salimos a jugar un poco con los chicos que se quedaron calentando. Jaime le comentaba a Mario lo buenos que eran los balones comparados con los que teníamos en hace diez años, cuando los que este domingo vestíamos con vaqueros nos dejábamos las rodillas en cada entrada cuando la hierba artificial era una utopía. “¡Pero si son durísimos!”, se quejaban desde el banquillo. “Pues menos mal que no habéis probado los Mikasa…”, les calló Mario.

Al final, 1-0 y segunda victoria de la temporada. “Voy a matar a tu primo”, me reclamaba Luis mientras nos dirigíamos a los vestuarios, haciendo referencia a las ocasiones fallidas del primo de este cronista que le hizo sufrir demasiado para conseguir el ansiado 1-0. El próximo partido tendrá más suerte, pensaba y deseaba yo, imaginando el partido de dentro de dos semanas. Para ello no tendremos que esperar a que Tebas ponga los horarios ni estar pendiente de comprar las entradas antes de que se acaben. Siempre serán los domingos a las 12:15: ningún equipo más juega ese día.

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